22.2.06

Pasados 50 años de "Mujeres en la Isla" (I)

En 2005 se cumplió el centenario del nacimiento de uno de los grandes poetas de las literaturas hispánicas, Pedro García Cabrera (1905-1981), además de cumplirse el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, como todo el mundo sabe. Ello no hizo, lamentablemente, que aumente el número de lectores de la interesantísima y verdadera obra poética del primero y de la novela entre las novelas; si bien sí sirvió para certificar la importancia que ambos iconos tienen en estas Islas –García Cabrera, aún, sigue careciendo de significación para la crítica española. Tal vez estas dos celebraciones solaparon los cincuenta años del nacimiento de la revista Mujeres en la Isla, al menos como publicación independiente.
Los verdaderos inicios de la publicación se remontan a noviembre de 1953 y están vinculados al Diario de Las Palmas, que comenzará a editar un “Suplemento femenino”.
El día 1 de enero de 1955, la revista ve la luz sin el abrigo del periódico insular y con dos redactoras que se responsabilizan de la publicación: Mª Teresa Prats de Laplace y Esperanza Vernetta de Quevedo. Dedicado a la literatura y al arte, la revista, declara en su editorial, “ofrece sus páginas a todas las mujeres: canarias residentes dentro y fuera del Archipiélago, españolas y extranjeras, para que vuelquen en ellas cuanto de bello y elevado contengan sus almas”; sin embargo, también se hallan en sus páginas “Inquietudes de nuestra época”, “Breves notas sobre la moda”, “Mujer... elige tu profesión” y la sección “Vida de la ciudad”. Habitual de esta última sección será Mercedes G. de Linares, notable escritora…

15.2.06

El parque, de Santiago Gil

Comenzaré con una afirmación. Este es el tercer título que Santiago Gil publica con la editorial canaria Anroart. Este es, además, el tercer acto de presentación en el que participo; el segundo libro que ofrezco al lector. Con ello subrayo dos hechos para mí fundamentales. El primero, que estoy ligado a Anroart, como proyecto en el que creo firmemente. El segundo, que parte de mi discurso comienza a asociarse al del autor sobre el que hoy tratamos de acercar a ustedes.

Como cualquier relato que se precie, este inicio marcará “fatalmente” el resto del texto. Es, digámoslo así, el primer impulso; el motor que hace que se ponga en marcha la maquinaria textual que, paso a paso, con el paladeo más o menos torpe de cada una de sus partes, se convierte en ese eco que queda al final de la lectura/escucha de un texto. Y aquí, comienzo una vez más: cada palabra que el autor sitúa en un texto viene a revelar el destino de cada palabra posterior y, así, hasta el infinito. La literatura es, al fin y al cabo, alegoría de la vida. Cada imagen que en ella se da viene a completar la anterior hasta que el cúmulo de imágenes –o palabras, frases, párrafos— venga a llamar a la vida.

Y continúo con otra afirmación: siempre me ha fascinado la capacidad que tiene el individuo de conformar un discurso que, precisamente, llame a la vida y haga que nosotros participemos de ella. Como acontecía con los puntillistas, cada uno de los puntos que quedaba plasmado en el papel no nos dice nada hasta que somos capaces de tomar distancia y observar el todo. Así ocurre con los textos que leemos. A medida que vamos siendo conducidos por él, las palabras dejan de ser meros puntos para convertirse en el trazo exacto de una existencia.

La literatura debería hacernos amar la vida sobre todas las cosas, y digo debería porque desgraciadamente en muchas ocasiones no nos proporciona esa sabiduría, y léase aquí conocimiento del mundo en tanto que capacidad de ubicarse en el lugar del otro. La lengua debería hacerse cuerpo, como nosotros somos cuerpo en la medida que hemos sido nombrados.

Vienen estos apuntes a propósito del libro de Santiago Gil, El Parque. El concepto del libro está relacionado con el concepto del mundo. El libro implica un todo cerrado, en movimiento, sí; pero cerrado. Remite pues a un orden que puede ser intrínseco, es decir, que tiene sentido por sí mismo; o extrínseco, esto es, que ha de relacionarse con otros que le ayuden a justificar su existencia. Así ocurre con el mundo. Por tanto, decimos el libro es el mundo. Así, el voltaireano Cándido afirmaba que vivía en el mejor de los mundos posibles, un mundo explicado de manera exenta, como si el resto no existiera. Y con ello, una vez más, estamos apuntando al libro de Santiago Gil.

Voy creando un artefacto que tendrá que lograr una forma en un momento determinado, cuando llegue al final al que parece me aproximo. ¿Y El Parque?

El parque es un libro que parte, a mi juicio, de la creencia de su autor en sus sentidos. El parque aparece ligado al concepto del mundo, tal como apunté con respecto del libro. Cada relato viene a conformar el espacio en que tiene lugar, ese espacio soñado por el autor. Desde el momento que el lugar se aleja de su verdadero existir, estamos ante un espacio soñado, lo que me recuerda al procedimiento artístico empleado por Jorge Oramas, influido por la escuela del realismo mágico que tan eficazmente fue divulgado por el fotógrafo Franz Roh. Los elementos que vienen a conformar un cuadro –perdonen la simplificación- que forman parte de la realidad son llevados a una atmósfera de sueño.

Y afirmo para continuar, y podrá chocar al oyente: se trata de un libro de crónicas. Santiago Gil ejerce su oficio de periodista para reflejar el tiempo que le ha tocado en suerte vivir y va trazando en sus relatos un certero retrato de la sociedad contemporánea. El autor se dedica a especular, es decir, que se entrega al oficio de registrar, mirar con atención lo que le rodea para reconocerlo y examinarlo. Santiago Gil es periodista y ello supone facilidad para la escritura y, sobre todo, disciplina en el ejercicio de la escritura. Y en ello hemos de ver un detalle que pude resultarnos chocante y que nos hará reflexionar.

Y con ello concluyo: este libro está planteado de manera especular, es decir, estamos ante un espejo –de ahí, la mención a Oramas— y en ese espejo se ven reflejados todos los personajes de este relato. La distancia –que es en sí, lo que convierte en inverosímil el relato real— nos proporciona elementos de juicio suficientes para reconocer –como ocurre en Oramas— que aquel lugar donde transitan perdedores, necesitados, solitarios y locos podría ser el Retiro; pero también el parque Doramas, por poner un ejemplo.

Decía al principio, que cada imagen que aparece en un texto literario viene a completar la anterior hasta que el cúmulo de imágenes –o palabras, frases, párrafos— venga a llamar a la vida. La invitación a la vida es una invitación también a la lectura; es algo como un paseo por un parque a media mañana: inusual por el momento del día en que se produce.

Santiago Gil: El parque, Gran Canaria, 2005.

14.2.06

Un silencio entre tinieblas, de Guillermo Perdomo

Como tantas otras cosas en esta vida que nos ha tocado en suerte vivir, la novela ha ido perdiendo profundidad y ha ganado en previsibilidad. En ocasiones merece más la pena leer un artículo de opinión que una novela.

Las novelas no tienen por qué contar historias lineales ni han de dirigir al lector hacia su conclusión. Las novelas abren al mundo de lo posible a sus lectores. Las novelas, y la redundancia en este caso es pertinente, hacen participar al mundo de las posibilidades que éstas ofrecen en sus páginas. Con ellas, se pone en juego la memoria de todos, en la que participa.

Parece que esas “normas”, que en el fondo habían estado presentes en todas y cada una de las buenas novelas de manera implícita, han ido siendo abandonadas, como si con ello se estuviera señalando que el mundo, como ese reflejo que pretende ser la novela, está perdiendo consistencia y que sus habitantes, confundidos ante tanto ruido e incapaces de comprender, precisan de la facilidad; como modernos Cándidos, de la ingenuidad del que cree que está en el mejor de los mundos posibles. Afortunadamente, nos queda la memoria y su ejercicio nos salva constantemente de morir en una miseria espiritual que es la que tienen para nosotros.

Un silencio entre tinieblas de Guillermo Perdomo nos viene a dar la posibilidad de abrimos a la memoria. Y aquí hablo de varias suertes de memoria: la de la propia novela, es decir, el ejercicio a que el lector se entrega para poder ir encajando las piezas de que se compone; la del tiempo en que ésta acontece, que también nos obliga a situamos una y otra vez, y, junto con ésta, nuestra memoria, con la que establecemos un vínculo con lo que se dice en la novela. La memoria, que se asocia en cualquiera de las tres formas –acaso habría de decir que es una sola— con tiempos y espacios determinados, se me antoja la gran protagonista de esta novela en apariencia.

Estamos ante un texto premeditado: Un silencio es una caja china con la particularidad de que al final no se desvela nada; éste permanece abierto. Pero también podría hablarse de una novela de años de aprendizaje o de una saga familiar. Cualquier etiqueta que queramos ponerle sería insuficiente y no definiría el libro que tenemos entre las manos. Con ello no se quiere afirmar que se trata de un texto oscuro: la oscuridad esconde, muchas veces, falta de profundidad. Ahí precisamente está su virtud: Un silencio entre tinieblas nos ofrece participar del ejercicio verdadero de la lectura, un juego en el que ponemos lo que el autor omite, lo que no se cuenta, y en el que hemos de plantear todas las posibles variantes que tiene el autor ante sí a la hora de ir urdiendo su narración. Y es un texto de múltiples discursos que nos proporcionan el aire y el ritmo de otra vida posible.

Como la vida, la novela se nos muestra en fragmentos: surgen personas y cosas en su tránsito por el mundo y el lector va vinculándolos para tener ante sí la historia que forma parte de su propia historia. La novela entra a formar parte de la historia de cada uno de sus lectores. Y como la vida, la novela va quedando en tinieblas, a la espera de un destello, un fogonazo, un despertar; de alguien, en definitiva, que quiera hacer uso de la memoria para volver a poner todo en movimiento.

Guillermo Perdomo: Un silencio entre tinieblas, Santa Cruz de Tenerife, 2002.









13.2.06

La Perejila vista por Néstor Álamo

Nuestros abuelos, nuestros padres, paladearon incansables las “ensaladillas”, los “ovillejos”, las cáusticas improvisaciones de aquella musa supra –popular con regocijo jocundo. Su sistro, fácil siempre, desgarrado en la expresión de ser preciso, se hace implacable; en lo concreto cuando alguien, por “atoriarla”, le grita el apodo enloquecedor: “¡Perejila!”...

El popularísimo “nombrete” le venía a la dama en forma insólita, por su padre, el honesto caballero que fue don Manuel González y González ya nombrado, chicharrero él, pero de buena gente. A don Manuel le habían impuesto el sobrenombre su novia y la hermana de ésta; así:

Según recuerdos de familia don Isidoro Romero Ceballos –se ha dicho– era más puntillero que un duque en cuestión de ejecutorias, escudos de nobleza y demás extorsiones. Por ello y sin escudriñar en los propios armoriales no admitía a la vera de sus hijas galantes carentes de entonados apellidos, cosa que jeringaba a las doncellas, Frascorrita y Pinito, más que purgante de “aceite’almendras”. Mucho menos admitía el campanudo caballero, ventaneos con parola, aunque fuera a larga distancia. Las doncellas, trocadas en reverberos por la dieta asesina, deciden burlar la vigilancia paterna; lo consiguen en conchabo con las mozas del servicio; dice Frascorrita:

– Mira, Sionilla, si tú ves que pasa por “ahy” el novio de “Sita” Pino vas y “dises”: mi ama, por “ahy” pasa cilantro, ¿quiere su “mercé”? Y si el que pasa es el mío “dises” tú: “Sita” Frascorra, por “ahy” pasa perejil: ¿quiere?

Establecido el hecho diferencial con base en tal vulgares como aromáticos hierbajos, el jeringado, el aburrido “Cilantro” evacuó el sitio fastidiado por la incordiante actitud del suegro en perspectiva. “Perejil”, cuan medieval guerrero esforzado y valiente, no abandonó la plaza, aguantando a mecha hasta rendir la insensata oposición.

Según nos informó don Domingo Padrón Guarello –q. D. h.–, a poco de iniciarse lo del dichete yerbero las alcahuetonas menegildas, conforme a oficio, terminaron el pregón de aquesta guisa:

– “Sita” Frascorra, por “ahy” viene “el Perejil” o por “ahy” va “el Perejil”. Y “Perejil” se quedó el muy grave don Manuel y “Perejiles” por extensión todos los suyos hasta estos floridos instantes.