28.9.10

Al peso

Miro las estanterías. Como si, de una vez por todas, el librero hubiera decidido que ya estaba bien; que en el fondo había que darle la oportunidad a aquellos potenciales clientes que no saben/no contestan de elegir de acuerdo con la pared, el mueble, la situación o ubicación del mueble, los niños, la abuela, el perro/el gato/el animal de compañía, el paradigma de los libros, ante mí se extiende una superficie compacta y negra. Ahora sí, ya no hay peligro. Los editores que de esto saben, confundidos en la masa, han publicado en magníficos volúmenes las novelas de Langston, de Turnston, de Admunsen, de Robinson, de Langley o de Sorensen. Títulos tan sugerentes como La mujer que tenía pánico al amanecer, El código diurno, Solsticio, El enigma Leoncavallo, El sudario de Magdalena, Dioscuros o Los hombres amordazados en ediciones asépticas, de 400 a 600 páginas, en rústica, componen esa mancha negra que ocupa sus buenos metros cuadrados y que serán, de seguro, reemplazados, en muy poco tiempo -como todos aquellos libros a la espera de un lector-, por volúmenes de similar volumen, escritos por indudables artesanos que teclean y teclean sin parar hasta llegar a esas divinas 400 o 600 páginas, a 300 la página.

Mientras, en otra parte, Cervantes, Borges, Cortázar, Bradbury y Fuster sueñan un sueño en llamas.

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